En relación con esta multitud de mártires hay que señalar algo muy revelador de la condición en la que se encuentran actualmente los países que conformaron la Cristiandad. Esta multiplicación de mártires, a pesar de ser conocida por todos los cristianos, con frecuencia atrae mucho menos su atención que el crecimiento del ateísmo. Se puede decir que la Iglesia de los primeros siglos vivió del culto a sus mártires. Enseguida querían celebrar sobre sus tumbas –a las que denominaban, con palabra magnífica, sus memorias– el sacrificio eucarístico, llamado también “memoria” o “memorial” de la muerte del Señor. Entonces se comprendía que la vida cristiana está toda entera asimilada al sacrificio de Cristo y que, por lo tanto, del mismo modo en que la celebración sacramental del Santo Sacrificio es la cima de la vida aquí abajo, la modalidad más manifiesta de la unión con Cristo-Hostia es el martirio.
Muy distinta es la disposición de espíritu si consideramos el Sacrificio del Señor principalmente como una “condición previa”. Si obramos así, entonces apreciamos la oblación del sacrificio porque repara los pecados y obtiene gracias de fortaleza en vistas a llevar adelante una vida de mera honradez moral y de gozosa plenitud humana. El sacrificio redentor no es considerado con la suficiente claridad como la verdadera Pascua, el paso de este mundo al Padre, al que el Salvador nos eleva a imitación suya (Jn 12, 32; 13, 1), dándonos una vida intensamente teologal. Bajo esa perspectiva, el padecimiento de la persecución y del martirio son ciertamente vistos como dolorosas pruebas para las que es necesaria una fidelidad heroica, pero ya no constituyen esencialmente la forma más espléndida y la más ejemplar de la vida de unión con Cristo en este mundo, de abandono, con Cristo, en el Padre. Así pues, los mártires ya no son vivamente admirados, venerados y hasta envidiados por ser los cristianos modelos que se levantan de la santa mesa, alimentados de fuego, para testimoniar que con Cristo han muerto a este mundo, teniendo a la vista ya los cielos abiertos (Hch 7, 55-56).
Con demasiada frecuencia hemos reducido nuestra vida al plano de la tierra. Nosotros, los cristianos que a pesar de todo queremos seguir siendo hoy fieles, estamos preocupados por la difusión entre nosotros del ateísmo y del cristianismo revolucionario: son hechos que turban nuestra serenidad y nos amenazan con graves pruebas. Pero, ¿será muy duro decir que pensamos muy poco en los mártires porque ese pensamiento también turbaría una tranquilidad que creemos poder preservar pensando en cómo luchar en nuestro país contra el espíritu de la Revolución?
Allí donde las persecuciones castigan brutalmente, los confesores de la fe y los mártires reciben, sin duda, un mayor honor. Pero por lo que nos toca directamente, constatamos este hecho: la Iglesia universal nunca como ahora se ha conformado tan espléndidamente a la Pasión de Cristo en una multitud de sus miembros. Vista desde el Cielo –y por lo tanto también desde la tierra, a la luz de la fe– la Iglesia actual transpira gloria porque transpira la sangre de los mártires. Pero también, en muchos de sus miembros, la Iglesia presente está tristemente mortecina, porque ellos no quieren mirar la gloria que les entrega Jesús, su “esposo de sangre” (Ex 4, 26; 12, 44-48: “Sponsus sanguinum tu mihi es”).
D.-J. Lallement
Vivre en Chrétien dans notre temps