miércoles, 3 de septiembre de 2014

El santo sacrificio y los mártires, en nuestra mirada

En relación con esta multitud de mártires hay que señalar algo muy revelador de la condición en la que se encuentran actualmente los países que conformaron la Cristiandad. Esta multiplicación de mártires, a pesar de ser conocida por todos los cristianos, con frecuencia atrae mucho menos su atención que el crecimiento del ateísmo. Se puede decir que la Iglesia de los primeros siglos vivió del culto a sus mártires. Enseguida querían celebrar sobre sus tumbas –a las que denominaban, con palabra magnífica, sus memorias– el sacrificio eucarístico, llamado también “memoria” o “memorial” de la muerte del Señor. Entonces se comprendía que la vida cristiana está toda entera asimilada al sacrificio de Cristo y que, por lo tanto, del mismo modo en que la celebración sacramental del Santo Sacrificio es la cima de la vida aquí abajo, la modalidad más manifiesta de la unión con Cristo-Hostia es el martirio. 


Muy distinta es la disposición de espíritu si consideramos el Sacrificio del Señor principalmente como una “condición previa”. Si obramos así, entonces apreciamos la oblación del sacrificio porque repara los pecados y obtiene gracias de fortaleza en vistas a llevar adelante una vida de mera honradez moral y de gozosa plenitud humana. El sacrificio redentor no es considerado con la suficiente claridad como la verdadera Pascua, el paso de este mundo al Padre, al que el Salvador nos eleva a imitación suya (Jn 12, 32; 13, 1), dándonos una vida intensamente teologal. Bajo esa perspectiva, el padecimiento de la persecución y del martirio son ciertamente vistos como dolorosas pruebas para las que es necesaria una fidelidad heroica, pero ya no constituyen esencialmente la forma más espléndida y la más ejemplar de la vida de unión con Cristo en este mundo, de abandono, con Cristo, en el Padre. Así pues, los mártires ya no son vivamente admirados, venerados y hasta envidiados por ser los cristianos modelos que se levantan de la santa mesa, alimentados de fuego, para testimoniar que con Cristo han muerto a este mundo, teniendo a la vista ya los cielos abiertos (Hch 7, 55-56).
Con demasiada frecuencia hemos reducido nuestra vida al plano de la tierra. Nosotros, los cristianos que a pesar de todo queremos seguir siendo hoy fieles, estamos preocupados por la difusión entre nosotros del ateísmo y del cristianismo revolucionario: son hechos que turban nuestra serenidad y nos amenazan con graves pruebas. Pero, ¿será muy duro decir que pensamos muy poco en los mártires porque ese pensamiento también turbaría una tranquilidad que creemos poder preservar pensando en cómo luchar en nuestro país contra el espíritu de la Revolución?
Allí donde las persecuciones castigan brutalmente, los confesores de la fe y los mártires reciben, sin duda, un mayor honor. Pero por lo que nos toca directamente, constatamos este hecho: la Iglesia universal nunca como ahora se ha conformado tan espléndidamente a la Pasión de Cristo en una multitud de sus miembros. Vista desde el Cielo –y por lo tanto también desde la tierra, a la luz de la fe– la Iglesia actual transpira gloria porque transpira la sangre de los mártires. Pero también, en muchos de sus miembros, la Iglesia presente está tristemente mortecina, porque ellos no quieren mirar la gloria que les entrega Jesús, su “esposo de sangre” (Ex 4, 26; 12, 44-48: “Sponsus sanguinum tu mihi es”).

D.-J. Lallement
Vivre en Chrétien dans notre temps 

lunes, 13 de enero de 2014

San Jerónimo



San Jerónimo, uno de los grandes Padres latinos de la Iglesia, junto a las figuras de S. Agustín de Hipona, de S. Ambrosio de Milán y de S. Gregorio Magno, ha sido considerado como el «príncipe de los traductores» de la Biblia y el exegeta, por excelencia, de los Padres de Occidente.

Es muy conocido el cuadro del pintor alemán Dürer, en el que aparece la figura ascética de S. Jerónimo, en su retiro de Belén, rodeado de la claridad de una aureola, a sus pies un león que, según la leyenda, había sido curado de una herida por el santo, un rayo de luz que penetra por una estrecha rendija, en un ambiente de recogimiento espiritual y de intensa actividad intelectual..., pero su vida fue mucho más agitada y de lucha que la que parece reflejar el cuadro.

Nacido en la ciudad fortificada de Estridón, en los límites del mundo latino, no lejos de Trieste, entre las provincias romanas de Dalmacia (perteneciente actualmente a Yugoslavia) y de Panonia (Hungría), el año 347 de nuestra era, en el seno de una familia cristiana. Después de haber aprendido a leer, a escribir y a contar, en su ciudad natal, fue enviado a Roma por sus padres, para proseguir los estudios y adquirir una formación superior que le pudiese facilitar el acceso a alguna carrera civil. Allí tuvo como Profesor al célebre gramático Donato. De su primera estancia romana le vino a Eusebius Hieronymus —tal era su nombre completo— su afición y conocimientos de los grandes autores latinos (Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca, entre otros, y los historiadores), pero su verdadero maestro y modelo fue Cicerón, cuyo estilo elocuente y cincelado imitó. Esta afición suya a los autores paganos, le mereció una severa reprensión y un duro castigo del Cielo, durante un sueño, cuando posteriormente, se retiró al desierto de Calcis (al sur de Alepo, ciudad siria), durante los años 375-377. En una célebre carta del propio San Jerónimo, dirigida a su hija espiritual, Eustoquio, sobre la virginidad, escrita en Roma, entre los años 383/384, descubrió este sueño.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Sub tuum praesidium


La oración Sub tuum praesidium es un testimonio entrañable, probablemente el más antiguo y el más importante en torno a la devoción a Santa María. Se trata de un tropario(himno bizantino) que llega hasta nosotros lleno de juventud. Es quizás el texto más antiguo en que se llama Theotokos a la Virgen, e indiscutiblemente es la primera vez que este término aparece en un contexto oracional e invocativo.
G. Giamberardini, especialista en el cristianismo primitivo egipcio,  en un documentado estudio ha mostrado la presencia del tropario en los más diversos ritos y las diversas variantes que encuentra, incluso en la liturgia latina. La universalidad de esta antífona hace pensar que ya a mediados del siglo III era usual invocar a Santa María como Theotokos, y que los teólogos, como Orígenes, comenzaron a prestarle atención, precisamente por la importancia que iba adquiriendo en la piedad popular. Simultáneamente esta invocación habría sido introducida en la liturgia.

En el rito romano, su presencia está ya testimoniada en el Liber Responsalis, atribuido a San Gregorio Magno y es copiado en el siglo IX en la siguiente forma: “Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei Genitrix”. Algunos manuscritos de los siglos X y XI, presentan unas deliciosas variantes de esta oración, manteniendo intacta la expresión Santa Dei Genitrix, en estricta fidelidad a la Theotokos del texto griego.
Se trata de traducciones fidelísimas del texto griego, tal y como aparece en el rito bizantino, en el que se utiliza la palabra griega eysplagknían, para referirse a las entrañas misericordiosas de la Madre de Dios. La consideración de la inmensa capacidad de las entrañas maternales de la Madre de Dios está en la base de la piedad popular que tanta importancia dio al título Theotokos para designar a la Madre de Jesús. Y quizás como lo más importante sea el hecho de que el testimonio del Sub tuum praesidium levanta la sospecha de que el título Theotokos se origina a mediados del siglo III en la piedad popular como invocación a las entrañas maternales de Aquella que llevó en su seno a Dios. Esta vez, quizás, la piedad popular fue por delante de la Teología. Al menos, es muy verosimil que así fuese.
Los fieles que, con sencillez, rezan esta oración a la Sancta Dei Genitrix, laTheotokos, la Madre de Dios,  porque la han recibido de manos de la Iglesia, son los que están más cerca de lo que transmitieron los primeros cristianos y, por lo tanto, más cerca de Cristo.
Fuente: http://primeroscristianos.wordpress.com


lunes, 25 de noviembre de 2013

Un Rito Venerable de la Iglesia española, conservado en Toledo



El Rito Hispano es uno de los diversos que en el transcurso de los tiempos se fueron formando en las distintas regiones donde se extendió la Iglesia. Todos los ritos derivan de aquella primera «fracción del pan» que practicaron los apóstoles, según las instrucciones recibidas de Jesús, para conmemorar su muerte y resurrección, celebrando la Eucaristía. Posteriormente, a la primitiva sencillez de aquellas celebraciones se fueron añadiendo nuevos elementos de lecturas sagradas, oraciones e invocaciones, diferenciadas según el tiempo y el lugar. Así fueron surgiendo las diversas maneras de la celebración que ahora llamamos ritos.  Surgieron los ritos orientales, y surgieron los ritos occidentales, celebrados todos en latín, pero con diferencias entre ellos.  Tales fueron el rito romano, el milanés o Ambrosiano, el galicano, el norte-africano, el bracarense y el hispánico.
     El rito Hispano es, por tanto, la manera propia de celebrar las acciones litúrgicas en la Iglesia Española en los primeros diez siglos de su historia.  Se usó primero por los cristianos hispano­-romanos, se siguió usando bajo la dominación de los visigodos, época en que los grandes Padres de la Iglesia visigoda lo enriquecieron considerablemente, y también por los cristianos que permanecieron bajo la dominación musulmana en las diversas regiones de la España dominada y los que se mantuvieron en las regiones no ocupadas.
     Cuando el Papa Gregorio Vll decidió extender el rito romano a toda la cristiandad europea, los reyes de Aragón y después los de Castilla, no sin resistencias, acabaron por aceptar el rito romano, desapareciendo entonces el rito español en los reinos cristianos de la península, Se mantuvo, sin embargo, en los territorios ocupados y fue entonces cuando comenzó a llamarse «mozárabe», como se llamaba a los propios cristianos sometidos al Islam.  El centro fue Toledo, ya que en el Ándalus eran pocos los cristianos residentes, a causa de las constantes emigraciones y también de las apostasías producidas por la continua presión de los dominadores.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Serie Historia de la Iglesia



1.- Introducción a la Historia de la Iglesia.

2.- Atlas histórico de los siglos I al VII.

3.- La Iglesia en los tres primeros siglos.

4.- Los viajes del Apóstol San Pablo

5.- Las persecuciones.

6.- La vida de los primeros cristianos

7.- Los  Padres de la Iglesia.

8.- Los comienzo del monacato.

9.- La herejías de los primeros siglos.

10. La constitución de la Iglesia

11.- Los sacramentos y el culto.

12.- La Iglesia y el Estado en el Imperio romano








lunes, 28 de octubre de 2013

Canto gregoriano: Una breve introducción




El origen de la antigua música eclesiástica, con carácter de monodia, cantada en la liturgia del Rito Romano bajo el nombre de Canto Gregoriano, se remonta a un pasado lejano. El nombre tradicional se deriva de el del Papa Gregorio el Grande (hacia el año 600). Gregorio I, fue Doctor de la Iglesia. Cursó leyes y hacia el año 570 obtuvo el cargo de praefectus urbis. Se retiró después a su propia casa, la cual convirtió en cenobio. En el año 578 se ordenó sacerdote y en el 590 fue elegido Papa; tuvo que hacer frente a una gran crisis por haber fracasado la restauración de Justiniano. Fue el primer pontífice que con su revisión pastoral y su reforma se abrió al mundo germánico. Debido a un dato aportado por su biógrafo, se admitió más tarde y de manera generalizada, que este Papa no sólo había pulido y arreglado el repertorio musical de la antigua música eclesiástica, sino que incluso fue él mismo autor, bien en parte o bien totalmente, de numerosas melodías. Fueron sus obras: pastorales, Regula pastoralis; hagiográficas, Libri quattuor dialogorum; y homilíticas Homiliae 22 in Ezech, y Homiliae 40 in Evang. En su iconografía se le representa recuentemente escribiendo bajo el dictado e inspiración del Espíritu Santo, que aparece simbólicamente en forma de paloma situada cerca de su oído.